lunes, abril 28, 2008

Eramos siempre: La meningitis y su sombra

¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norteamérica, a cualquier parte donde pueda olvidarla.
¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencontrarnos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que le podrá hacer a mis planos esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!, aunque no quiera), pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las María Elvira.
Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día en que vi a María Elvira.
Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria espe­ranza de suicida, fui la tarde anterior de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo -por donde se verá que descon­fiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta -asunto de garganta o jaqueca-pero visi­ble. Pasé un momento a la antesala a saludarla. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos hundidos de ojeras. Pero era ella siempre, más her­mosa aun para mí porque la perdía.
Le dije sencillamente que me iba, y que le deseaba mucha felicidad. Al principio no me comprendió.
-¿Se va? ¿Y adónde?
-A Norteamérica... Acabo de decírselo.
-¡Ah! -murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero en seguida me miró, inquieta.
-¿Está enfermo?
-¡Pst!... no precisamente... No estoy bien.
-¡Ah! -murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.
Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara. Se volvió hacia mí.
-¿Por qué se va? -me preguntó.
-¡Hum! -me sonreí-. Sería muy largo, infinitamente largo de contar... En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos en mí y su expresión preocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos, me dije. Y adelantándome:
-Bueno, María Elvira...
Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca.
-Antes de irse -me dijo- ¿no me quiere decir por qué se va?
Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: «No, ya estoy satisfecha»... ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante!
-¡Me voy -le dije bien claro- porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?
Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa sonrisa:
-¿Y si yo... le pidiera que no se fuera?
-¡Pero, por Dios bendito! -exclamé-. ¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelici­dad! ¿Qué ganamos, qué gana usted con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe usted -agregué adelantándome- lo que usted me dijo aquella última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?
Quedó inmóvil, toda ojos.
-Sí, dígame...
-¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, usted me dijo bien claro esto: y -cuando no tenga-más-de-li-rio, ¿me que-rás toda-ví-a? Usted tenía delirio aún, yo lo sé... Pero, ¿qué quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque la quiero como un idiota?... Esto es bien claro también, ¿eh? ¡Ah, le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!
Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi vida se derrumbaba para siempre jamás.
Pero era menester concluir y me volví: ella estaba a mi lado, y en sus ojos -como en un relámpago de felicidad esta vez-, vi en sus ojos resplandecer, ma­rearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.
-¡María Elvira! -exclamé, grité, creo-. ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!
Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido, vencida, entrega­da, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho, postura cómoda a su cabeza. Y nada más. ¿Habría cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor; debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo esto! Y tanto más lejos porque -y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia- ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree con­migo que la impresión general de la narración reconstruida por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual para obra de un ingeniero, no está del todo mala
En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: mi narración no sólo está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.
-¿Es verdad? -murmura, o arrulla, mejor dicho. -¿Se puede poner arrulla? -le pregunto.
-¡Sí, y esto, y esto! -y me da un beso. ¿Qué más puedo añadir?

Horacio Quiroga
Final del cuento La meningitis y su sombra

He terminado de leer los cuentos de amor, de locura y muerte, y simplemente este cuento terminó por conquistarme.


3 comentarios:

Martino Fly dijo...

Me alegro que te hayas pasado por mi blog, con Quiroga compartimos gustos. Por lo que veo tambien en la pasión por el futbol, pero en mi caso soy de Boca Juniors. Te dejo un saludo a la distancia.

doscerounoo dijo...

yo quiero saber cual era la sombra.. me puedes contestar?

Anónimo dijo...

era el x) era Durán